lunes, 17 de febrero de 2014

Un conocido medico granadino mata a tiros a su esposa en el hotel en que se hospedaban

Horrible drama conyugal

Un conocido medico granadino mata a tiros a su esposa en el hotel en que se hospedaban

El horrible drama fue presenciado por un hijo del matrimonio, criatura de tres años. Los celos y la maledicencia han sido el origen del hecho

Prólogo

Desde el martes último residían en esta corte, hospedados en el hotel Alfonso XIII, establecido, como se sabe, en la Avenida de Pi y Margall, núm. 12, el conocido médico granadino D. Francisco Garrido Quintana, de cuarenta años, y su esposa, doña Josefina Jiménez Montegui, de treinta años, natural de un pueblo de la provincia de Barcelona.

Con el matrimonio vinieron el hijo menor, Manolito, de tres años, y la criada, Asunción Haro Bieiro, de veinte.
Ocuparon el cuarto número 1 del quinto piso, compuesto de dos dormitorios y cuarto de baño.
El matrimonio vino a Madrid con objeto de pasar unos días de esparcimiento y tranquilidad. Y así los han pasado, incluso realizando alguna que otra excursión.
Porque significa la explicación natural del origen del suceso, adelantaremos que marido y mujer no eran felices, pese a la distinguida condición social de ambos: él, médico reputado, hacendado; ella, buena, estimadísima, apreciada. Tratábase de una mujer hermosísima.
Llevaban casados doce años, y del matrimonio existen cuatro hijos: Silvina, de diez años; Paquito, de ocho; Josefina, de cinco, y Manolo, de tres, que es el que ha venido con ellos. Vivían en la Gran Vía, núm. 45, de Granada.
Los celos que sentía el esposo desde que contrajo matrimonio ha sido la constante nube que ha privado de felicidad a este hogar.

La tarde de ayer

El matrimonio debía haber regresado anoche a Granada. A mediodía, D. Francisco Garrido anunció a la Dirección del hotel que partirían por la noche; pero hizo la advertencia de que pensaban ir al teatro por la tarde, y por si acaso perdían el tren, por terminar tarde la función, encargaba no dispusieran de las habitaciones hasta el momento preciso.
Nada sucedió durante la comida, que fue normal. Al cabo de un rato de sobremesa, en el que los cónyuges hablaron de lo que tenían que hacer, se separaron. Mejor dicho, la esposa salió a la calle para efectuar las últimas compras; serían aproximadamente las cinco de la tarde. El se quedó en el cuarto del hotel; pero media hora después, o sea a las cinco y media, se marchó a la calle.
La criada Asunción Haro quedóse con el niño Manolito en la habitación suya, que es la primera del cuarto, pues el matrimonio ocupaba la interior, que tiene dos camas.
Al poco rato de marcharse don Francisco Garrido volvió de la calle. Limitóse a preguntar a la doméstica si había regresado la señora, y como lo contestase negativamente se puso a pasear por las habitaciones y los corredores, nervioso, agitado.
De pronto volvió a salir a la calle y nuevamente regresó a los pocos instantes. Ya no preguntó nada a la doméstica. Vio las habitaciones, dio unos paseos y volvió a salir para volver inmediatamente. Y por cuarta vez hizo lo propio.
Así transcurría la tarde. La actitud reservada del esposo, su semblante, su ceño adusto, hicieron temer a la doméstica que ocurriera algo grave, si bien ella no esperaba un caso trágico tan inmediato.
De pronto, D. Francisco se aproximó a Asunción y le dijo:
—¡Mira lo que acabo de comprar!
Y la mostró una pistola automática.
La criada se sobrecogió; pero hubo de decirle:
—No sé para qué quiere usted llevar eso encima, con lo peligroso que es.
—Tenía que comprarla. Ahora mismo –añadió– la he comprado, y cerca de aquí.
Ya no hablaron más. Eran entonces las seis y media, hora en que debía haber regresado doña Josefina Jiménez, la esposa del médico, para ir al teatro.

La tragedia

Ya eran más de las siete cuando la esposa, doña Josefina Jiménez, llegó a la habitación del hotel, dirigiéndose a la interior. Su marido la acompañó, y en ella se encerró el matrimonio. Allí discutieron a viva voz; pero las palabras que se cruzaron no se percibían. La doméstica Asunción, que se hallaba en la suya con el niño Manolito, se daba perfecta cuenta del disgusto; pero no oía lo que se decían.
Cerca de un cuarto de hora duraría la violenta discusión conyugal, y entonces salieron marido y mujer, ésta delante, a la primera habitación, o sea a la en que estaba la criada con el niño.
Doña Josefina sólo se había quitado el sombrero. Aun tenía puesto el abrigo de pieles y sostenía en sus manos un paquete de encajes y otras cosas que había comprado.
En tal actitud, al llegar ambos a la expresada habitación, hallándose la mujer de espaldas a su marido, éste, sin decir palabra, sacó la pistola e hizo sobre su esposa tres disparos seguidos.
La mujer, alcanzada por los tres proyectiles, dos en la espalda y el tercero en el lado izquierdo de la cabeza, cayó al suelo mortalmente herida.
La escena fue verdaderamente espantosa. La criada Asunción, aunque aterrada, tuvo ánimo suficiente para tocar el timbre. El marido agresor, al hacer el tercer disparo, soltó el arma. Entonces, Asunción la recogió subrepticiamente y la escondió en el armario de luna, allí existente, el que cerró con llave.
Y el niño Manolito… La pobre criatura, inocente testigo presencial de la tragedia, se abrazó al cuerpo de su madre, cubriéndose de su sangre, y besó su rostro. Y luego, llorando, pegó a su papá.
El agresor, que no rechazaba a su hijo, buscó entonces por el suelo la pistola.
—¡Dame la pistola! –gritaba a la doméstica.
La tremenda escena referida se desarrolló en cuestión de instantes. Después, atraídos por los timbres y por las tres detonaciones, acudieron numerosos empleados del hotel y muchos viajeros.
Fue la primera persona que acudió la camarera que servía al matrimonio, Anita Chaves González, de treinta y dos años, la cual, como el agresor se obstinaba en buscar el arma a todo trance, sin duda con ánimo de quitarse la vida, tuvo que luchar con él a brazo partido, llegando al extremo de arrancarle un botón de la americana.
Todos, el niño, la criada, la camarera, se llenaron las ropas de sangre. El agresor, especialmente, tenía todo el traje y los puños de la camisa tintos en sangre.
El cuerpo de la desgraciada mujer, exangüe, fue colocado en la cama de la habitación. A los cinco minutos de la agresión dejó de existir sin haber pronunciado palabra.

Las autoridades

Circulada la noticia del dramático suceso a las autoridades, no tardaron nada de tiempo en constituirse, en el lugar en que se desarrolló, el Juzgado de guardia, acompañado del médico forense y del fiscal y varios funcionarios de la Policía del distrito. Allí se practicaron las correspondientes diligencias y se ordenó el traslado del cadáver de doña Josefina Jiménez al Depósito judicial.
Como quiera que en el equipaje de la finada y del parricida figuran muchas alhajas de valor y muchas prendas de ropa también de valía, se adoptaron las consiguientes prevenciones legales.
La pistola con que se realizó el crimen, y que en un momento propicio la criada Asunción sacó del armario y la dio a la camarera Anita para que la guardara, fue entregada por ésta a la autoridad judicial.

El parricida

Cuando ya consumado el crimen la habitación fue invadida por empleados del hotel y viajeros, el parricida, inalterable, tranquilo, exclamó:
—¡Ya está hecho! ¡Que venga la autoridad! ¡No hay que preocuparse, que yo me entregó! ¡Sé cual es mi responsabilidad!
Un agente de policía, por mandato de la autoridad judicial, se hizo cargo del detenido, que, esposado, fue conducido al Juzgado de guardia. Creemos, porque estas cosas no pueden saberse, que al ser interrogado habrá hecho franca confesión del crimen, realizado por celos, aunque no hayan sido basados en hechos concretos, y en un momento de arrebato, defecto de su carácter.
Seguramente que hoy ingresará en la cárcel, a disposición del juez del Centro, que es al que compete instruir el sumario.

Hablando con la doméstica

Anoche, a raíz de ocurrido el drama relatado, pudimos conversar con Asunción Haro, la doméstica del matrimonio.
Esta simpática muchacha llevaba cerca de cuatro años al servicio de la familia en su casa de Granada.
—No puede usted tener idea –nos decía– de los disgustos que he presenciado, siempre por lo mismo: los celos, que no le dejaban vivir al señorito.
—¿En qué los fundaba?
—Fundarlos, en nada. Es decir; la señorita, joven, hermosísima, de hermosura natural, porque no usaba adobos de ninguna clase, era asediada por todas partes. Llamaba la atención su arrogancia, su belleza, su modo de vestir. Las mujeres la envidiaban y los hombres envidiaban al marido.
—¿Y por eso nada más?...
—Es que la envidia, mala, hizo que se lanzasen habladurías y hasta hubo anónimos, en los que se insultaba al señorito. ¡Qué palabras le decían! Así, cuando la señora salía sola de casa, al regresar siempre había disgustos grandes y amenazas. Pero la señorita era muy buena, una santa.
—¿Ocurrió alguna otra vez algo grave?
—¿Grave? No sé. Yo no he visto nunca que la maltratase; pero... ¡Ha habido tantos disgustos que yo no he presenciado!...
—¿Usaba él armas?
—Sí; no hace mucho tenía una pistola igual a la que compró esta tarde; pero un día se la dejó en casa y la vimos la señorita y yo. La cogimos, y entre las dos la descargamos. Luego la escondimos, y pasado algún tiempo, la hicimos desaparecer.
—¿De modo que, por lo visto, esto tenía que llegar?
—¡Sí, señor; tenía que llegar, aunque me parecía increíble!
Y Asunción acariciaba amorosamente al niño Manolito, infeliz huérfano, testigo de la trágica muerte de su madre, que recibía sus besos, impregnándose la criatura sus labios de la propia sangre de la autora de sus días. Manolito dormía, agitadamente, sobre el seno de la leal doméstica.

*

La desventurada víctima de este suceso no tenía más parientes que unos tíos carnales, que gozan de excelente posición, residentes en un pueblo de la provincia de Barcelona.

*

Sin duda, en virtud del interrogatorio a que ha sido sometido el parricida, la Policía ha practicado unas investigaciones, de resulta de las cuales ha sido llamado a comparecer el propietario del hotel Reina Victoria.
Se decía, sin que podamos responder del fundamento de esta noticia, que la víctima había estado en dicho hotel por la tarde, y tal vez la citación del propietario del mismo sea para esclarecer si también se hospedaba allí determinada persona aludida por el parricida en sus declaraciones.

] El Imparcial, Madrid, domingo, 17 de febrero de 1929, página 3. [

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